Antes de la llegada de los primeros colonos, la flora primaria de nuestro territorio era la selva espesa, en la que dominaban el yarumo blanco, el cedro, el comino, el arrayán, el balso, el flormorado, el aguacatillo, el nogal, el laurel, la palma de chonta, la palma zancona, la palma de cuesco, el guayacán, el gualanday, el arenillo, el barcino, el vainillo, el arboloco, el matarratón, la guadua, el nacedero y especies vegetales de porte medio y bajo, las cuales podían contarse por miles, pero entre las cuales pueden destacarse, por el uso que aborígenes y colonos
hicieron de ellas, el maíz, la yuca, el congo, el bijao, la platanilla o heliconia, la mora, el caimo, la chulupa, las plantas medicinales como el zauco, la altamisa, la yerbabuena, la rosa amarilla, el pronto alivio, la malva, la cola de caballo, el llantén, la ruda, el paico, etc., a las que podemos sumar plantas ornamentales como el árbol del paraíso, el cayeno, la astromelia, la col de monte, las orquídeas, etc.

Con el advenimiento de la colonización, llegan especies vegetales secundarias como el plátano, el café, el limonero, el naranjo, el mandarino, el guamo (macheto y santafereño), la arracacha, la caña de azúcar y diferentes pastos como el pará, la india, el yaraguá, el puntero, el mperial, la estrella de la india, la braquiaria, etc. Para suplir las extinguidas maderas preciosas de nuestros bosques primarios, ahora sembramos pino, eucalipto, nogal cafetero, cedro rosado…

En materia de fauna, según se registra en diferentes documentos y a través de la tradición oral de los municipios del Quindío, Risaralda y el norte del Valle del Cauca, ésta era muy variada, hasta hace unos ochenta años, cuando todavía los efectos depredadores de la acción humana no habían sido capaces de aniquilar las numerosas especies y poblaciones animales que se arrastraban, caminaban, nadaban o volaban dentro de la comprensión territorial de lo que actualmente es el
Municipio de Caicedonia.

Entre los cuadrúpedos eran comunes las iguanas, el guatín, la guagua, la nutria, la comadreja, la tatabra, el venado, el zaino, el conejo, la liebre, el tigrillo, el tigre mariposo, el oso de anteojos, el perro de monte, el lobo, el zorro, los micos aulladores, los perezosos, el armadillo, etc.

Entre los cientos de ofidios, se destacaban la culebra cazadora, las corales, la rabo de ají, la cuatronarices, la lomo de machete, la granadilla, etc. Entre los batracios, abundaban todo tipo de ranas y sapos. Los ríos estaban atestados de jetudo, bagre, bocachico, sardinata, corroncho, etc.

La población de aves abundaba en torcazas, pavas, garzas, tucanes, búhos, patos de laguna, guacharacas, loras, gurrías, perdices, gavilanes, gallinazos y una numerosa y variada población de pájaros de coloridos plumajes y melodiosos cantos.

Un altísimo porcentaje de esa biodiversidad maravillosa fue devastada por el hacha, el machete, la sierra, el fuego, los herbicidas, los insecticidas, las armas de fuego, la dinamita, los chinchorros, el barbasco, instrumentos letales en manos de miles de caicedonitas de varias generaciones que los empleamos para someter esos preciosos recursos naturales a una operación exterminio, frente a la cual nunca tuvieron defensa.

En menos de una centuria, destruimos lo que la naturaleza produjo y sostuvo a lo largo de miles de años. Y, de toda esa hecatombe, sólo nos quedaron decenas de Clubes de Caza y Pesca, a lo largo de las poblaciones y departamentos que crecieron bajo el impulso paisa, a costa, hay que reconocerlo, del sacrificio de nuestra fauna y flora primarias. Todo indica que ese naturicidio, finalmente, lo pagarán nuestros descendientes, a lo largo de no se sabe cuantas generaciones.

Información extraida del libro «Caicedonia 100 Años» de Miguel Gualteros

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